Capítulo de muestra
PRIMERA PARTE
Desde los inicios hasta el Concilio de Calcedonia
I
La cuna del cristianismo
El cristianismo nació en un pesebre que a veces gustamos de pintar en
tonos de apacible quietud. Pero aquel pesebre era indicio no de tranquilidad
y de separación de las vicisitudes del mundo, sino, por el contrario,
de participación en ellas. Fueron órdenes llegadas desde muy lejos y
condiciones económicas que posiblemente ellos mismos no alcanzaban a
comprender las que, según el tercer Evangelio, llevaron a José y María a
la ciudad de David cuando «salió edicto por parte de Augusto César de
que toda la tierra fuese empadronada». Alrededor del pesebre no todo era
paz y sosiego, sino que las gentes venidas de muchas partes comentaban,
a menudo amargamente, acerca de las razones y las consecuencias que
tendría aquel censo.
Es decir, que desde sus comienzos el cristianismo existió como el
mensaje del Dios que «de tal manera amó al mundo» que vino a formar
parte de él. El cristianismo no es una doctrina eterna y etérea acerca de
la naturaleza de Dios, sino que es la presencia de Dios en el mundo en la
persona de Jesucristo. El cristianismo es encarnación, y existe por tanto
en lo concreto e histórico.
Sin el mundo, el cristianismo resulta inconcebible. Por tanto, en un
estudio como este debemos comenzar describiendo, siquiera brevemente,
el mundo en el que la fe cristiana nació y dio sus primeros pasos.
El mundo judío
Fue en Palestina, entre judíos, que el cristianismo nació. Entre judíos y
como judío Jesús vivió y murió. Sus enseñanzas se relacionaban con la
situación y el pensamiento judíos, y sus discípulos las recibieron como
judíos. Más tarde, cuando Pablo andaba por el mundo predicando el
evangelio a los gentiles, siempre comenzaba su tarea entre los judíos de la
sinagoga. Por tanto, debemos comenzar nuestra historia del pensamiento cristiano con un esfuerzo por comprender la situación y el pensamiento
de los judíos entre quienes nuestra fe nació.
La envidiable situación geográfica de Palestina fue causa de muchas
desgracias para el pueblo que la tenía por Tierra Prometida. Palestina, por
donde pasaban los caminos que llevaban de Egipto a Asiria y de Arabia a
Asia Menor, fue siempre objeto de la codicia imperialista de los grandes
estados que surgían en el Cercano Oriente. Durante siglos, Egipto y Asiria
se disputaron aquella estrecha faja de terreno. Cuando Babilonia sucedió
a Asiria, la sucedió también en su dominio sobre Palestina, que completó
destruyendo a Jerusalén y llevando consigo al exilio a una buena parte del
pueblo. Tras conquistar Babilonia, Ciro permitió el regreso de los exiliados
e hizo de Palestina parte de su imperio. Al derrotar a los persas en Iso,
Alejandro se hizo dueño de su imperio y con él de Palestina, que quedó
bajo la dirección de gobernadores macedonios. En el año 323, Alejandro
murió y comenzó un período de desórdenes que duró más de veinte
años. Tras ese período, los sucesores de Alejandro habían consolidado su
poder, aunque la lucha entre los Tolomeos y los Seleucos por el dominio
de Palestina y las regiones circundantes se prolongó por más de cien años.
Finalmente, los Seleucos lograron hacerse dueños de Palestina, pero poco
después los judíos se rebelaron cuando Antíoco Epífanes trató de obligarlos
a adorar otros dioses junto a Yahveh, y lograron conquistar la libertad
religiosa y más tarde la independencia política. Sin embargo, tal independencia
era posible solo por las divisiones internas de Siria, y desapareció
tan pronto como entró en escena otro estado poderoso y pujante: Roma.
En el año 63, Pompeyo tomó Jerusalén y profanó el templo, penetrando
al lugar santísimo. Desde entonces, Palestina quedó supeditada al poder
romano, y tal era su condición política cuando tuvo lugar en ella el advenimiento
de nuestro Señor.
Bajo los romanos, los judíos cobraron fama de pueblo poco dócil y
difícil de gobernar. Esto se debía al carácter exclusivista de su religión,
que no admitía «dioses ajenos» ante el Señor de los ejércitos. Siguiendo
su política de tener en cuenta las características nacionales de cada pueblo
conquistado, Roma respetó la religión de los judíos. En contadas ocasiones
los gobernantes romanos abandonaron esta práctica, pero el desorden
y la violencia les obligaban a retornar a la antigua política. Ningún gobernante
romano tuvo la fortuna de resultar popular entre los judíos.
Con el correr de los años y las luchas patrióticas, la ley se hizo sostén
y símbolo de la nacionalidad judía, y —sobre todo con la decadencia del
profetismo y, en el año 70 d. C., la destrucción del templo— llegó a ocupar
el centro de la escena religiosa. El resultado de esto fue que la ley, que había sido confeccionada por los sacerdotes a fin de dirigir el culto del
templo y la vida toda del pueblo, vino a contribuir ella misma al surgimiento
de una nueva casta religiosa distinta de la sacerdotal, así como de
una nueva religiosidad cuyo centro no era ya el templo, sino la ley. Los
escribas se dedicaban tanto a la preservación como a la interpretación de
la ley y, aunque les separaban diferencias de escuela y temperamento, produjeron
todo un cuerpo de jurisprudencia acerca de cómo debía aplicarse
la ley en diversas circunstancias. Esto se debía a que la religión hebrea
iba tornándose cada vez más personal, al tiempo que apartaba su interés
del ceremonial del templo. En su larga lucha, los fariseos comenzaban
a triunfar sobre los saduceos; la religión de conducta personal sobre la
religión del sacrificio y el ritual.
Es necesario que nos detengamos por unos instantes en hacer justicia
a los fariseos, tan mal interpretados en siglos posteriores. Los fariseos,
contrariamente a lo que a menudo se supone, subrayaban la necesidad
de una religión personal. En una época en que el culto del templo tendía
a perder su actualidad, los fariseos se esforzaban por interpretar la
ley de tal modo que sirviese de guía diaria para la religión del pueblo.
Naturalmente, esto les llevó al legalismo que les ha hecho objeto de tantas
críticas, y fue motivo fundamental de su oposición a los saduceos.
Los saduceos eran los conservadores entre los judíos del siglo primero.
Como autoridad religiosa, solo aceptaban la ley escrita, y no la ley oral
que había resultado de la tradición judía. Por ello negaban la resurrección
y la vida futura, la complicada angelología y demonología del judaísmo
tardío, y la doctrina de la predestinación. En esto se oponían a los fariseos,
que aceptaban todas estas cosas, y por ello el Talmud les llama, aunque
con poca exactitud, «epicúreos». Su religión giraba alrededor del templo
y de su culto más bien que de la sinagoga y sus enseñanzas, y no debe
sorprendernos, por tanto, que desaparecieran pocos años después de la
destrucción del templo, mientras que los fariseos fueron poco afectados
por ese acontecimiento.
Saduceos y fariseos no constituían la totalidad del judaísmo del siglo
primero, sino que había una multiplicidad de sectas y posiciones de las
que poco o nada sabemos. Entre estas sectas, no podemos dejar de mencionar
la de los esenios, a quienes la mayoría de los autores atribuyen los
famosos «rollos del mar Muerto» y de quienes por tanto sabemos algo
más que de los demás grupos.
Todo esto sirve para darnos una idea, siquiera somera, de la variedad
de sectas y opiniones que existían en Palestina en tiempos de Jesús. Pero
esta variedad no ha de ocultar la unidad esencial de la religión judía, que giraba alrededor del templo y de la ley. Si los fariseos diferían de los
saduceos en cuanto al lugar del templo en la vida religiosa del pueblo, o
en cuanto a la extensión de la ley, esto no ha de ocultarnos el hecho de
que para la masa del pueblo judío tanto el templo como la ley eran aspectos
fundamentales del judaísmo. No existía entre ambos contradicción
directa alguna, aunque sí existía la importantísima diferencia práctica
de que el culto del templo solo podía celebrarse en Jerusalén, mientras
que la obediencia a la ley podía cumplirse en todo sitio. De aquí que este
último aspecto de la religiosidad judía fuese suplantando paulatinamente
al primero, hasta tal punto que la destrucción del templo en el año 70 d. C.
no significó en modo alguno la destrucción de la religión judía.
La diversidad de sectas e interpretaciones se debe a la profunda vitalidad
del judaísmo de la época. Además, todas estas sectas compartían
los dos rasgos principales del judaísmo, es decir, su monoteísmo ético y
su esperanza mesiánica y escatológica. Desde tiempos remotos el Dios
de Israel había sido el Dios de justicia y misericordia, que exigía de sus
hijos una conducta justa y limpia, no solo en el sentido ceremonial, sino
también en lo que a las relaciones sociales se refería. Este monoteísmo
ético continuaba siendo el centro de la religión judía, aun a pesar de la
diversidad de sectas. Además, a través de los rudos golpes que la historia
les había proporcionado, y confiando siempre en la misericordia y justicia
divinas, los judíos habían llegado a una religión en la que la esperanza
jugaba un papel central. De uno u otro modo, todos esperaban que Dios
salvara a Israel de sus males políticos y morales. Esta esperanza de salvación
tomaba diversos matices y giraba unas veces alrededor del Mesías y
otras alrededor del Hijo del Hombre. La expectación mesiánica se unía
por lo general a la esperanza de que el reino de David fuese restaurado
dentro de este mundo, y la tarea del Mesías consistía precisamente en
restaurar el trono de David y sentarse sobre él. Por otra parte, la figura
del Hijo del Hombre aparecía más entre los círculos apocalípticos, era de
carácter más universal que el Mesías, y vendría a establecer no un reino
davídico sobre esta tierra, sino una nueva era, un cielo nuevo y una tierra
nueva. A diferencia del Mesías, el Hijo del Hombre era un ser celestial,
y sus funciones incluían la resurrección de los muertos y el juicio final.
Estas dos tendencias fueron acercándose a través de los años, y en el siglo
primero habían aparecido posiciones intermedias según las cuales el
reino del Mesías sería la última etapa de la era presente, y luego le seguiría
la nueva era que habría de establecer el Hijo del Hombre. En todo caso, el
pueblo judío era aún el pueblo de la esperanza, y haríamos mal interpretando
su religión en términos simplemente legalistas.
Otro aspecto de la religión judía que más tarde resultaría ser uno de
los pilares de la doctrina trinitaria del cristianismo era su concepto de
la sabiduría. Aunque no parece que el judaísmo rabínico haya llegado al
punto de hacer de la sabiduría una realidad con su propia subsistencia,
su especulación al respecto fue la base sobre la cual más tarde los cristianos
pudieron decir que Cristo, —o si no, el Espíritu Santo— es llamado
«Sabiduría» en el Antiguo Testamento.
Sin embargo, no todos los judíos vivían en Palestina, sino que eran
muchos los que vivían en otras regiones del mundo antiguo. Estos judíos,
junto con los prosélitos que habían logrado hacer de entre los gentiles,
constituían la diáspora o dispersión, fenómeno de gran importancia para
comprender el carácter del judaísmo del siglo I, así como la expansión del
cristianismo en sus primeros años.
Los judíos de la diáspora no se disolvían en la población de su nueva
patria, sino que formaban un grupo aparte que gozaba de cierta autonomía
dentro del orden civil. Sobre todo en los grandes centros de la
diáspora —como en Egipto— los judíos vivían en una zona determinada
de la ciudad, no tanto porque se les obligase a ello como porque así lo
deseaban. Allí elegían a sus propios gobernantes locales y establecían
además una sinagoga donde dedicarse al estudio de la ley. El imperio
les concedía cierto reconocimiento legal y proveía leyes que les hiciesen
respetar, como la que prohibía obligar a un judío a trabajar en el día de
reposo. De este modo la comunidad judía venía a ser como una ciudad
dentro de la ciudad, con sus propias leyes y administración. Esto no ha de
extrañarnos, pues era práctica corriente en el Imperio romano. Por otra
parte, los judíos de la diáspora, esparcidos por todo el mundo, se sentían
unidos por la ley y por el templo. Aunque muchos de ellos morían sin
haber estado jamás en Palestina, todo judío mayor de veinte años enviaba
una cantidad anual al templo. Además, al menos en teoría, los dirigentes
de Palestina eran también dirigentes de todos los judíos de la diáspora.
Desde muy temprano comenzaron a existir diferencias entre el
judaísmo de Palestina y el de la diáspora. La más importante de estas
diferencias era la que se refería el lenguaje. Tanto en la diáspora como
en Palestina comenzaba a perderse el uso del hebreo, y se hacía cada
vez más difícil entender las Escrituras en su lengua original. Como era
de esperarse, este proceso de pérdida del hebreo era mucho más rápido
entre los judíos de la diáspora que entre los que aún vivían en Palestina. Si
bien entre los judíos de Palestina pronto comenzó a traducirse el Antiguo
Testamento al arameo, primero oralmente y luego por escrito, este proyecto
de traducción fue mucho más rápido y completo en la diáspora, donde las sucesivas generaciones de judíos iban perdiendo el uso del
hebreo y comenzaban a utilizar los idiomas locales, y sobre todo el griego,
que era el lenguaje del estado y del comercio.
Fue en Alejandría que esta helenización lingüística del judaísmo
alcanzó su máxima expresión. Además, Alejandría era un centro de cultura
helenista y, como veremos más adelante, los judíos de aquella ciudad
querían presentar su religión de tal modo que fuese accesible a las personas
cultas de la región. De esta necesidad surgió la traducción griega
del Antiguo Testamento que recibe el nombre de versión de los Setenta,
Septuaginta o LXX.
La LXX jugó un papel de importancia en la formación del pensamiento
judaico-helenista. Para traducir los antiguos conceptos hebreos
era necesario utilizar términos griegos cargados de connotaciones totalmente
ajenas al pensamiento bíblico. Por otra parte, los gentiles instruidos
podían ahora leer el Antiguo Testamento y discutir con los judíos acerca
de su validez y significado. Para no salir maltrechos en tales discusiones,
los judíos se veían obligados a conocer mejor la literatura filosófica de la
época y a interpretar la Biblia de tal modo que su superioridad quedase
manifiesta. Así llegaron hasta a afirmar que los grandes filósofos griegos
habían copiado de la Biblia lo mejor de su sabiduría.
En cuanto a la historia del cristianismo, la LXX jugó un papel de
importancia incalculable. La LXX fue la Biblia de los primeros autores
cristianos que conocemos, la Biblia que usaban casi todos los escritores
del Nuevo y fue, por tanto, el molde en que se forjó el lenguaje del Nuevo
Testamento y uno de los mejores instrumentos que poseemos para comprender
ese lenguaje.
Por otra parte, la LXX era también síntoma del estado de ánimo
de los judíos de la diáspora, y sobre todo de Alejandría. La tendencia
helenizante les había alcanzado, y se sentían obligados a mostrar que el
judaísmo no era tan bárbaro como podría pensarse, sino que guardaba
relaciones estrechas con lo netamente griego.
La expresión máxima de este intento por parte de los judíos de armonizar
su tradición con la cultura helenista se halla en Filón de Alejandría,
contemporáneo de Jesús, quien se esforzó en interpretar las Escrituras
judías de tal modo que resultasen compatibles con las doctrinas de la
Academia. Mediante la interpretación alegórica de las Escrituras, Filón
podía afirmar su carácter revelado e infalible y deshacerse al mismo
tiempo de sus aspectos más difíciles de conciliar con el platonismo.
El Dios de Filón es una combinación de la idea de lo bello de Platón
con el Dios de los patriarcas y profetas. Su trascendencia es absoluta, de tal modo que no existe relación directa alguna entre él y el mundo. Aún
más, como Creador, Dios se halla allende las ideas del bien y de lo bello.
Dios es el ser en sí, y no se halla en el tiempo y el espacio, sino que estos
se hallan en él. Puesto que Dios es absolutamente trascendente y puesto
que —en sus momentos más platónicos— Filón le concibe como un ser
impasible, la relación entre Dios y el mundo requiere otros seres intermedios.
El principal de estos seres es el logos o verbo, que fue creado por
Dios antes de la creación del mundo. Este logos es la imagen de Dios y su
instrumento en la creación.
En cuanto al fin de la criatura humana, Filón sostiene —en forma
típicamente platónica— que es la visión de Dios. El humano no puede
comprender a Dios, puesto que la comprensión implica cierto modo de
posesión y el humano no puede poseer lo infinito. Pero el ser humano sí
puede ver a Dios de manera directa e intuitiva. Esta visión es tal que el
ser humano se trasciende a sí mismo, y se produce entonces el éxtasis. El
éxtasis es la meta y culminación de todo un proceso ascendente a través
del cual el alma se va purificando. En nosotros, el cuerpo sirve de lastre al
alma y lo racional se opone a lo sensual. La purificación consiste entonces
en librarse de las pasiones sensuales que hacen del alma esclava del
cuerpo. Aquí introduce Filón toda la doctrina estoica, según la cual la
apatía o falta de pasiones ha de ser el objeto de todo ser humano. Pero en
Filón la apatía no es —como en los estoicos— el fin de la moral, sino el
medio que lleva al éxtasis.
Por último, es necesario completar este cuadro del judaísmo del siglo
primero con una palabra sobre las corrientes protognósticas que circulaban
en medio de él. Tales tendencias probablemente evolucionaron
del dualismo apocalíptico, cuyos seguidores encontraron refugio en un
dualismo ultrahistórico cuando sus esperanzas apocalípticas no se cumplieron.
Empero, es imposible seguir con exactitud el desarrollo de tales
tendencias gnósticas dentro del judaísmo, o determinar hasta qué punto
surgen del apocalipticismo —y, por tanto, en cierta medida, de influencias
persas— o de otras fuentes, inclusive cristianas.
El mundo grecorromano
Si bien por razones didácticas hemos separado el mundo judío del resto
del mundo en que se desarrolló la iglesia cristiana, lo cierto es que en el
siglo primero de nuestra era la cuenca del Mediterráneo gozaba de una
unidad política y cultural que nunca había tenido. Esta unidad se debía a
la combinación del pensamiento griego con el impulso de Alejandro y la
organización política de Roma.
Pero las conquistas de Alejandro no tuvieron lugar en un vacío cultural,
sino que incluyeron a países de culturas antiquísimas, tales como
Egipto, Siria, Persia y Mesopotamia. En cada uno de estos países la cultura
local quedó eclipsada durante los primeros siglos de dominación
helenista, para luego surgir transformada y pujante, de tal modo que se
extendió más allá de sus antiguas fronteras.
Este resurgimiento de las antiguas culturas orientales tuvo lugar
precisamente durante el siglo primero de nuestra era. Es por esto que, al
estudiar el marco helenista en que el cristianismo dio sus primeros pasos,
debemos tener en cuenta, además de la filosofía helenística que había
heredado y desarrollado las antiguas tradiciones de la filosofía griega,
las muchas religiones que de Oriente trataban de invadir el Occidente.
Seguidamente, debemos añadir a estos factores culturales y religiosos el
factor político y administrativo, que en este caso es el Imperio romano.
La filosofía griega había sufrido un gran cambio tras las conquistas
de Alejandro. Aristóteles, que había sido maestro del propio Alejandro,
pronto cayó en desuso. Por su parte, la Academia platónica siguió existiendo
—hasta el año 529 d. C. en que Justiniano la clausuró— y a través
de ella Platón ejerció una influencia notable en el período helenista.
La influencia de Platón alcanzaba mucho más allá de los límites de la
Academia, y es de notar que, aunque el Museo de Alejandría fue fundado
sobre bases aristotélicas, pronto fue capturado por el espíritu platónico, y
vino a ser uno de sus principales baluartes. Luego, si bien el helenismo no
desconocerá la contribución de Aristóteles, será Platón —y a través de él,
Sócrates— quien ejercerá mayor influencia en la formación de la filosofía
de la época.
Sin embargo, había ciertos aspectos en que el platonismo no se conformaba
más que el aristotelismo al espíritu de la época. De estos aspectos el
más importante, aunque no el único, es el que se refiere al marco político.
Tanto el pensamiento de Aristóteles como el de Platón fueron forjados
dentro del marco de referencia de la antigua ciudad griega. Pero cuando,
con Alejandro, surge la sociedad cosmopolita, el individuo se encuentra
perdido en la inmensidad del mundo, los dioses entran en competencia
con otros dioses, y las reglas de conducta con otras reglas. Se requiere
entonces una filosofía que, al tiempo que se dirija al individuo, le dé pautas
que seguir en la dirección de su vida. Se requiere una filosofía que
no se ciña al marco estrecho de la antigua ciudad, ni tampoco al de la
distinción entre griegos y bárbaros. Esta es la función del estoicismo y
del epicureísmo dentro de la historia de la filosofía griega. Más tarde, al
hacerse aguda la decadencia de los antiguos dioses, la filosofía tratará de ocupar su lugar, y surgirán entonces escuelas filosóficas de marcado
carácter religioso, tales como el neoplatonismo.
Sin lugar a dudas, es Platón, de entre todos los filósofos de la antigüedad,
quien más ha influido en el desarrollo del pensamiento cristiano. De
entre sus doctrinas, las que más nos interesan aquí son la de los dos mundos,
la de la inmortalidad y preexistencia del alma, la del conocimiento
como reminiscencia y la que se refiere a la idea del bien.
La doctrina platónica de los dos mundos fue utilizada por algunos
pensadores cristianos como medio para interpretar la doctrina cristiana
del mundo, así como del cielo y la tierra. Mediante la doctrina platónica
podía mostrarse cómo estas cosas materiales que tenemos a nuestro alrededor
no son las realidades últimas, sino que hay otras realidades de un
orden diverso y de mayor valor. Como se comprenderá fácilmente, en una
iglesia perseguida como la de los primeros siglos esta doctrina tenía gran
atractivo, aunque muy pronto llevó a algunos cristianos a posiciones con
respecto al mundo material que constituían una negación implícita de la
doctrina de la creación. Esta tendencia se hizo más aguda por cuanto el
platonismo tendía a imprimir un sello ético en la distinción entre los dos
mundos, haciendo del mundo presente la patria del mal, y del mundo de
las ideas el objeto de la vida y la moral humanas.
La doctrina de la inmortalidad del alma atrajo desde muy temprano a
los cristianos que buscaban en la filosofía griega un apoyo para la doctrina
cristiana de la vida futura. La doctrina platónica hacía de la vida futura no
un don de Dios, sino algo que correspondía naturalmente al ser humano por
razón de lo divino que en él hay. La doctrina platónica afirmaba no solo la
inmortalidad, sino también la preexistencia y la transmigración de las almas.
Todo esto era muy distinto del cristianismo, pero no faltaron pensadores
cristianos que, en su afán de interpretar su nueva fe a la luz de la filosofía
platónica, llegaron a incluir todo esto en el cuerpo de la doctrina cristiana.
La doctrina platónica del conocimiento se basa en una desconfianza
absoluta en los sentidos como medio para llegar a la verdadera ciencia.
Por ello, Platón recurrirá a la anamnesis o reminiscencia, que a su vez
requiere la doctrina de la preexistencia de las almas. Naturalmente, la
corriente central del pensamiento cristiano, que nunca aceptó la doctrina
de la preexistencia de las almas, tampoco podía aceptar la doctrina del
conocimiento como reminiscencia. Pero la desconfianza hacia los sentidos
sí encontró terreno fértil entre cristianos, y a través de la epistemología
de San Agustín dominó el pensamiento cristiano durante siglos.
Por último, la doctrina platónica acerca de la idea del bien influyó
grandemente en la formulación del pensamiento cristiano acerca de Dios.
De aquí surgió la costumbre, tan arraigada en ciertos círculos teológicos,
de hablar acerca de Dios en los mismos términos en que Platón hablaba
acerca de la idea del bien: Dios es impasible, infinito, incomprensible,
indescriptible, etc.
Juntamente con el platonismo, fue el estoicismo la tendencia filosófica
que más influyó en el desarrollo del pensamiento cristiano. Su doctrina
del logos, su elevado espíritu moral y su doctrina de la ley natural, dejaron
una huella profunda en el pensamiento cristiano.
Según la doctrina estoica, el universo está sujeto a una razón o logos
universal. Este logos no es una simple fuerza externa, sino que es más
bien la razón que se halla impresa en la estructura misma de las cosas.
Este concepto del logos se unirá más tarde al pensamiento platónico para
servir de contexto dentro del cual se forjará la doctrina cristiana del logos.
De la existencia de esta razón universal, que todo lo penetra, se sigue
la existencia de un orden natural de las cosas, y sobre todo de un orden
natural de la vida humana. Este orden es lo que los estoicos llaman «ley
natural», y se halla impreso en el ser íntimo de todos los humanos. Con el
correr del tiempo, los cristianos vieron en esta doctrina un aliado contra
quienes se burlaban de la austeridad de sus costumbres.
Aparte del neoplatonismo —que no discutiremos todavía porque su
origen no se remonta más allá del siglo segundo de nuestra era— las otras
corrientes filosóficas del período helenista ejercieron poca influencia
sobre el cristianismo.
En todo caso, es necesario tener en cuenta que los primeros siglos de
nuestra era se caracterizan por un espíritu ecléctico que está dispuesto
a aceptar la parte de la verdad que pueda encontrarse en cada una de
las escuelas filosóficas. Por esta razón, unas escuelas influyen sobre otras
de tal modo que es imposible distinguir claramente entre ellas. Aun en
el caso de las dos tendencias filosóficas más claramente definidas, que
son el platonismo y el estoicismo, es imposible encontrar en los primeros
siglos de nuestra era un pensador perteneciente a una de ellas que no haya
incluido en su pensamiento uno u otro elemento de la otra.
Ya hemos dicho que para comprender el marco dentro del que se
desarrolló el cristianismo es necesario tener en cuenta no solo las doctrinas
filosóficas del período helenista, sino también las religiones que
en esa época se disputaban los corazones. Demasiado a menudo caemos
en el error de suponer que la religión olímpica que encontramos en los
poemas homéricos era la misma religión a que se tuvieron que enfrentar
los primeros cristianos. Una religión nacional, que se distingue por su
carácter colectivo y por la unión estrecha entre los dioses y la nación, no puede subsistir como tal cuando la nación pierde su existencia propia,
o cuando, dentro de una sociedad cualquiera, el individuo logra cierto
grado de autonomía frente a la colectividad. La antigua religión egipcia
no podía subsistir incólume tras las conquistas de Alejandro, cuando
Egipto perdió su carácter de nación independiente. De igual modo, tampoco
la antigua religión griega podía continuar siendo la misma ante los
avances del individualismo. De aquí el gran auge que tomaron durante el
período helenista las religiones de misterio, que son muy distintas de las
religiones nacionales.
Además de los aspectos mitológicos que constituyen el centro de los
misterios, conviene señalar que todas estas religiones, en contraste con
las religiones nacionales, eran individualistas. No se pertenecía a ellas
por el mero nacimiento físico, sino que era necesario ser iniciado en los
misterios. No sabemos exactamente en qué consistían estas iniciaciones,
dado el carácter secreto de su culto. Pero sí sabemos que la iniciación era
un rito mediante el cual el neófito quedaba unido al dios, y se hacía así
partícipe de su fuerza e inmortalidad.
El hecho de que estos cultos, cuyas características íntimas y ritos
secretos desconocemos, nos parezcan extraños e incomprensibles no ha
de ocultarnos la gran atracción que ejercieron sobre los corazones del
período helenístico. En una época individualista y cosmopolita, las gentes
no podían satisfacerse con meras religiones colectivas y nacionales. Los
misterios, que apelaban al individuo, y a individuos de todas las nacionalidades,
respondían efectivamente al espíritu de la época, y de ahí su
crecimiento inusitado.
Hay, sin embargo, otros dos aspectos de la religión del período helenista
que nos interesan aquí: el culto al emperador y la tendencia sincretista
de la época. El culto al emperador no era una fuerza vital en la vida
religiosa del mundo grecorromano, y si fue uno de los principales puntos
de conflicto entre el estado y el cristianismo naciente, esto se debió solo a
que se le usaba como criterio de lealtad política.
Por otra parte, el período helenista se caracteriza por su sincretismo
religioso. El establecimiento de relaciones culturales, mercantiles y polí-
ticas entre diversas regiones del mundo mediterráneo tenía que llevar
inevitablemente al establecimiento de relaciones y ecuaciones entre las
diversas divinidades regionales. Isis se identifica con Afrodita y Deméter,
al tiempo que Zeus se confunde con Serapis. Debido al politeísmo que es
parte de su estructura fundamental, cada religión de misterio se siente
autorizada a aceptar y adaptar cuanto de valor pueda hallarse en otras
religiones. Si hay una religión del período helenista, esta es el sincretismo.
Cada culto compite con los demás, no en ser más estricto, sino en ser más
abarcador, en incluir más doctrinas diversas.
Por último, al tratar de la cuna del cristianismo no debemos olvidar
un factor de tanta importancia como el Imperio romano. Con la unidad
de su estructura y la facilidad de sus medios de comunicación, el Imperio
romano, a la vez que persiguió al cristianismo, le proveyó los medios
necesarios para su expansión. La sabia organización administrativa del
imperio dejó su huella en la organización de la iglesia, y las leyes romanas
fueron una de las principales canteras de donde se extrajo el vocabulario
teológico latino.
De todo esto se sigue lo que ya hemos señalado más arriba, es decir,
que el cristianismo no nace en el vacío, sino que —como encarnación
que es— nace en medio de un mundo en el que ha de tomar cuerpo, y
aparte del cual resulta imposible comprenderle, como resulta imposible
comprender a Jesucristo aparte del cuerpo físico en que vivió.